Entre actos. Virginia Woolf
EL GRAN TEATRO DEL MUNDO.
Cuando retomé la
novela para escribir este artículo vi que yo había escrito en un lateral: “ un
humano destrozando una margarita mientras se pregunta si le quieren” No encuentro
una mejor forma para intentar describir cómo entiendo la desconexión entre el
humano y lo que hemos dado en llamar “la naturaleza” precisamente por dicha
desconexión entre el yo, y todo lo demás; Esa confusión entre la conciencia de
existir y la fantasía de una individualidad en la que lo que no es el ego es su
“entorno” convirtiendo el propio cuerpo en el centro y eje del mundo en una
ilusión fascinante y abrumadoramente absurda.
Todo esto es, para mí esencial, en la interpretación de la
narrativa de Wolf, porque los humanos aparecemos en sus novelas como seres
desconectados del resto del mundo o mejor dicho establecemos una conexión que
convierte nuestro propio cuerpo en centro de todo cuando es imposible. Las
obras de esta prodigiosa novelista son como cuadros de los que brotan poemas, son
como la música traducida al lenguaje desconocido de las plantas y de las
estrellas. Pero este prodigio no ocurre de forma espontánea, es el producto de una
mente compleja y muy formada por el saber en general y la literatura en
particular.
El contenido de la
obra, los lugares, los personajes, los diálogos son a la vez precisos y
difusos. La novela parte de lo concreto: la clase media alta, las costumbres de
la burguesía británica y rural, el paisaje de la campiña inglesa... Todo esto
está ahí, vivo y real, como si estuviéramos formáramos parte de todo ello, y al
mismo tiempo, todo es irrelevante puesto que es la trascendencia de las
circunstancias descritas la que se superpone al relato de los sucesos
anecdóticos y banales que se relatan. En continuum en contraste con la ilusión
de individualidad. La vivencia inmediata, las reacciones y las conversaciones,
en contraste con el devenir del ser en su conjunto.
Por tanto, aquí tenemos a Virginia Woolf en toda su esencia, elevada al cuadrado, por así decirlo. Debemos tener en cuenta que esta es su última novela, una especie de testamento vital, que dejó sin someter al perfeccionamiento exhaustivo al que sometía a sus obras, quizá ya enteramente consciente de que nada puede ser puro ni perfecto ni escapar de la banalidad incontestable de lo perecedero.
Desde mi punto de
vista, esta grandeza llega a su cénit en el momento final de la representación
teatral que constituye el eje de la novela.
La cuestión de la fusión entre la naturaleza y la literatura como arte
en dos niveles: el narrativo, de la novela misma, y el teatral. La idea de
combinar escenografía y naturaleza desbordada genera un sentimiento de enorme
carga sensorial e intelectual a un tiempo que es el sello distintivo del estilo
narrativo de la modernidad. En medio de este fragor, llega la nota clave de la
composición sinfónica, anunciándose con redobles de tambores. La autora
enfrenta al público de la representación a una imagen de sí mismos, de manera
literal, mediante el uso de espejos. La metáfora con la que Stendhal definió la
novela se deconstruye. Nosotros, los lectores, nosotros, el público de la obra,
nosotros, la humanidad. Ellos y nosotros atravesados por las bandadas de
vencejos, estorninos y golondrinas alborotadoras.
¿Qué ha querido decir?
Se pregunta el público. ¿Qué ha querido decir? Nos preguntamos nosotros. ¿Quizá, que
estamos todos conectados? Sí y no, la interpretación y el juicio de los personajes son
interrumpidos por circunstancias que los atan al momento, como la búsqueda del coche que no se encuentra, la sensación de frío o calor, la lluvia, la sed o el sueño... sacándoles del flujo de la conciencia con el que construyen su realidad alternativa y su juicio del contraste entre la misma y lo que parece en cada momento ser la realidad. El teatro, la representación es una representación dentro de otra. Al final todo es como una piedra
atada a tu pecho, al fondo de un río y el legado fascinante e inconmensurable
de la lucidez de un artista.