Las novelas de Unamuno son constructos de gran
profundidad, sólo alcanzable por escritores que también han buceado en los
entresijos de la filosofía y de la historia del pensamiento humano. En su deseo
de alcanzar el ideal platónico de la bondad, de la belleza absoluta, de la
verdad incontrovertible, sus personajes se hieren y sucumben o se alzan por
encima de la pequeñez de su existencia para convertirse en algo que está por
encima de su condición de ser humano o, incluso de personaje de ficción.
¿Qué es una persona? La búsqueda del sentido
de la vida humana está volcada, con toda su ingenua y a la vez poderosa
intensidad, en los protagonistas de las novelas, o las nivolas de Unamuno. Aquí
encontramos una mujer que no cabe en sí misma, como decía Semiramis en el drama
de Calderón de la Barca, es decir, en los márgenes donde la sociedad la ha
dibujado. Desbordada por una pulsión de maternidad incompatible con su rechazo
de la condición animal que indisolublemente lleva aparejada la reproducción. Ella
no puede ser instrumento para la reproducción, “remedio” para las pulsiones
sexuales masculinas, ella es el principio y el fin en el que se ha de asentar
la vida, el camino a seguir, una luz y no una vela.
Desde un supuesto como este, otro autor habría llevado al personaje
hacia su destrucción, pero Unamuno conduce a Tula, desde su propia esencia
trascendental, hacia la sublimación del sentido mismo de la existencia humana,
que es el de vivir a través de nuestros actos y enseñanzas en los otros seres
humanos. Si dios existe, si existe el bien, está aquí, en este instante en el
que entendemos el amor, o la belleza a través de otro ser. Por eso, tras el primer
desconcierto que se produce al tropezar con el final teatralizado de la novela,
podemos llegar a comprender que sólo desde la encarnación del diálogo teatral pensaba
Unamuno que era posible plasmar la esencia de esa trascendencia humana.
Hace unos días vi la adaptación libre de la novela al cine. Nada queda de ella. La película, fílmicamente intachable, emplea el nombre de Unamuno para adquirir una pátina de prestigio desde la cual sostiene y defiende una visión del mundo anticuada y anacrónica, moralmente deleznable y que Unamuno probablemente hubiera considerado execrable. Desaparece la valentía con la que se aborda la problemática de la maternidad física. Desaparece la progresión con la que se van construyendo las relaciones a través del tiempo, y se desencadenan actos de brutalidad machista injustificables que, sin embargo, la película presenta como admisibles y lógicos. Se desprende a la protagonista de toda trascendencia, y se la coloca en el lugar de una marioneta, a través de una serie de tretas absurdas como que todos vivan en su casa, o que, en la traca final, un tren que va a no sé sabe dónde, la deje a ella sola y en tierra, fracasada en su intento disparatado de no aceptar su condición de mujer. “Pierde el último tren” dice la presentadora del programa coloquio posterior que, por supuesto, no vi.
La existencia de esta película me hizo pensar en tantas otras creaciones
fílmicas que desvirtúan enteramente la producción artística de la que han absorbido
la idea central para ir desplegando fotogramas de mayor o menor impacto visual.
El vómito de un néctar presentado en un plato de porcelana.
Es imposible saber qué quedará en pie de esta
novela dentro de cien años. Algunos dirán que si alguien la lee será porque
antes haya visto esta película y que las películas ayudan a dar a conocer las
ficciones de las que se nutrieron.
Puff, ojalá que esta película pueda ser vista como el soporte de un mensaje altamente tóxico y corrosivo más allá de la calidad de esas imágenes y esa “puesta en escena”, incluso si esto lleva a la triste y paradójica consecuencia de que las jóvenes generaciones de mujeres rehúyen ya y para siempre leer este libro. Habrá otros, espero, más y más libros escritos por mujeres que no necesiten ya que los hombres les expliquen cuáles son sus contradicciones, sus miedos y sus credenciales para llegar a trascender una vida humana.
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